24 de enero de 2013

Señor, abre mis labios...


“Señor, ábreme los labios y mi boca proclamará tu alabanza.” (Sal 50,17) 

Cuando uno advierte que estas palabras son proclamadas cada día a la hora de la alabanza matutina en nombre de la Iglesia que ora por ella misma y por el mundo entero, por miles y cientos de miles de bocas implorando esta gracia, nuestra visión se ensancha y se completa. Es la Iglesia que se anuncia, no como un monumento histórico del pasado, sino como una institución viva. La Santa Iglesia no es como un palacio que se construye en un año. Es una ciudad grande que contiene el universo entero. “La montaña de Sión está fundada sobre la alegría de toda la tierra; la ciudad del gran Rey se extiende hacia el Norte.” (Sal 47,3 Vulgata)

La fundación de la Iglesia se comenzó hace veinte siglos y sigue realizándose. Se extiende a toda la tierra hasta que el nombre de Cristo sea adorado en todas partes. A medida que prosigue su construcción, los nuevos pueblos a quienes es anunciado el nombre de Cristo exultan de gozo: “Los pueblos se alegran por el gozoso anuncio.” (Hch 13,48) Es bello pensar en esto, edificante para todo presbítero que recita su breviario: cada uno tiene que comprometerse a fondo en la construcción de esta Iglesia santa.

El que se dedica a la predicación, en calidad de mensajero del evangelio, diga al Señor: “Señor, ábreme los labios y mi boca proclamará tu alabanza.” (Sal 50,17) El que no es misionero, que desee ardientemente cooperar en la gran tarea de la misión. Y cuando salmodia en privado, solo en su celda, que diga también: “Señor, ábreme los labios.” Porque, por la comunión en la caridad debe considerar como suya toda lengua que anuncia el evangelio en aquel momento, siendo el evangelio la suprema alabanza divina.  

Que el Señor los bendiga.



Textos: Beato Juan XXIII (1881-1963), papa # Diario del alma, 29/11/1940

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