En los grandes silencios
Josué Carducci fue un gran hombre, de fuertes pasiones y de indomable carácter. Espíritu ardiente, no conoció las medias tintas.
No tuvo formación religiosa; por eso fue ateo y opuesto al papado, a la monarquía y al sentimentalismo que dominaban la literatura italiana de su tiempo, dedicó no pocos esfuerzos a combatir la idea de Dios. Para él, Dios era un mito; pero un mito pernicioso, que por eso había que combatir, a fin de desterrarlo del corazón del hombre.
Pero un día Carducci salió a pasear a la playa del mar y en un rapto de muda contemplación frente a la inmensidad del mar rompió su gran silencio con este grito: “¡Creo en Dios!”
La serena majestad de aquella inmensidad de agua arrancó de Carducci lo que tenia escondido y acallado en su conciencia.
La Biblia cuenta que Dios ordenó al profeta Elias esperarlo en la montaña porque «iba a pasar»; primero vino un huracán, pero Dios no estaba en él; luego un terremoto, pero el Señor no estaba en el terremoto; después -cuenta la palabra de Dios- brilló un rayo, pero el Señor no estaba en el rayo. Después se sintió el murmullo de una suave brisa... el profeta al oírla se tapó la cara con su manto y quedó de pié en la entrada de la gruta. Elias, se cubrió además de un profundo silencio hasta que el Señor le habló...
La inquietud de Dios, el hambre de Dios, esto es algo que -pese al ateísmo moderno- siente el hombre en todos sus niveles. Es que Dios es el oxígeno para los pulmones de la vida.
Al que arde de un amor celoso por Dios, buscándolo y buscándolo, éste le manifiesta su ternura más allá de todo lo que pueden imaginar los hombres... así Yavé se da a conocer en la brisa, en el silencio antes que en los bullicios interiores y exteriores... tal como lo encontró Carducci.
En los grandes silencios del hombre siempre aparece Dios.
Que el Señor los bendiga.
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