14 de abril de 2010

Pascua, los regalos de Cristo

Recibir una carta del extranjero o un regalo inesperado nos produce una profunda alegría porque significa que hay una persona que piensa en mí, que aunque la distancia nos separe, estoy presente en su mente y corazón.

Jesucristo un día emprendió un viaje del todo inesperado. Se fue a donde todos llegan, pero de donde nadie regresa. Después de su pasión y muerte descendió a los infiernos, como recita el credo, para despertar a los justos que aguardaban la redención, la restauración del orden quebrantado por el pecado. Comenzando por Adán, todos se alegraron por la llegada victoriosa de rey tan poderoso. De este viaje nos trajo tres regalos para ayudarnos a fortalecer nuestra fe y para que no seamos incrédulos, sino creyentes.

Cristo resucitado nos trajo la paz. La paz que nace de saber que no hemos sido engañados en la fe que profesamos, sino que Cristo es realmente el Hijo de Dios. La paz, que es fruto de la feliz esperanza en Dios Padre celestial que nos dio la vida y que nos aguarda en el cielo. No se trata de sueños infantiles, sino de una certeza que nace de la Resurrección. "Porque si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe" (I Cor. 15,17). La Iglesia es también prueba de la presencia viva de Cristo, pues ante tanta fragilidad humana, ¿cómo es posible que permanezca siempre joven con dos mil años de historia a sus espaldas? Cristo va en la barca y lleva sus manos puestas en el timón de su Iglesia.

Cristo nos trajo al Espíritu Santo. Cristo pagó el precio de nuestro rescate con el sacrificio de su muerte en la cruz y, como último gran don, nos da la vida nueva nacida del Espíritu Santo a través de los sacramentos que nos alimentan, nos curan y santifican. Dios se hace presente a través de esos signos visibles que llamamos sacramentos. Cada uno de ellos es una caricia de la misericordia que unge, enardece, consuela e ilumina. El Espíritu de la verdad nos conduce a la verdad plena y para experimentarlo sólo hay que saber escucharlo en el silencio de la oración.

Finalmente, nos ofrece el don de sí mismo. Si contemplamos a Cristo resucitado nos daremos cuenta de que en su cuerpo glorificado, un cuerpo libre de las ataduras del pecado, conserva las huellas de su doloroso martirio. Le dijo a Tomás: "Trae tu mano y métela en mi costado; trae tu dedo y ponlo en las heridas de los clavos" (Jn. 20,22). Dios se tomó muy en serio nuestra creación y redención. En su cuerpo victorioso conserva los estigmas de su martirio, para que no olvidemos cuánto nos ha amado.

Pascua es paso del pecado a la gracia, del rencor al perdón, de la tristeza al gozo. Pascua es paso de la duda a la fe, del resentimiento a la alabanza, del ensimismamiento a la entrega, de la soledad a la pertenencia comunitaria.



Aportes de José Otoalaurucchi

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