19 de abril de 2010

Morir y resucitar

Terminó la Semana Mayor, una vez más los católicos conmemoramos el Misterio de la Salvación, expresado en la pasión, crucifixión, muerte y resurrección de Jesucristo… El Mesías, el Cordero, que al sacrificar su vida por nosotros, redimió nuestros pecados y abrió nuestra historia a la esperanza de la Misericordia Divina. Una vez más los templos se vieron repletos de fieles, ardió el incienso, la fe vibró con ardor en las procesiones, las alabanzas llegaron con su eco hasta los cielos, se encendieron los cirios, se proclamaron las escrituras, las siete palabras fueron pronunciadas de nuevo… María Magdalena una vez más descubrió la tumba vacía de Jesús y otra vez, el milagro de la vida nueva tocó los corazones y las ilusiones de todos.

Estas fechas son maravillosas cuando permiten que la fe tome un aire de vigor, cuando ensalza las almas de los creyentes y nos ayuda a comprender que morir y resucitar es posible, también para nosotros.

No me refiero en principio a la muerte física, la cual tendrá su tiempo para cada cual. Propongo morir a los pensamientos, convicciones y conductas que nos impiden ser felices, alcanzar nuestros sueños y convivir en paz.

Morir, en principio al rencor, el resentimiento y la venganza. En mayor o menor medida, todos cargamos algún sentimiento negativo en el corazón, alguna historia mal concluida, una intención de revancha, cualquier deseo oscuro hacia alguien que nos generó un daño. Una frase maravillosa reza: “El rencor es como el ácido, destruye al recipiente que lo contiene”. Por tanto es necesario morir al odio y dejar que todo lo que esté asociado a él se vuelva cenizas para siempre.

Morir, también al pasado. A veces nos quedamos con la mente y el alma puestos en tiempos idos, bien porque fueron tan gratos que no hemos logrado otros iguales, y mantenemos añorando lo que ya no existe y vivimos extrañando a quienes ya no están. Bien, porque fueron tristes, y no hemos logrado superar el dolor que nos causan los hechos que ocurrieron. Por lo que sea, nos perdemos un presente maravilloso mientras permitimos que el ayer nos agobie.

Luego de la muerte, viene la puerta llena de luz llamada resurrección. Como Él, nosotros también podemos resucitar… ¿A qué?

En primer lugar, al perdón, bálsamo bendito que puede sanar cualquier herida, dejar atrás cualquier ofensa y ayudarnos a borrar todo dolor. Aprender a perdonar, a nosotros mismos por lo que hicimos o dejamos de hacer, y a los otros, por sucesos que nos causaron sufrimiento, es la mejor manera de limpiar el alma para comenzar otra vez.

En segundo lugar, a la esperanza. Albergar en nuestro interior la profunda convicción de la posibilidad de algo mejor, saber que cosas buenas vienen para nosotros y debemos aprender a esperarlas con paciencia y alegría, comprender que la vida misma es un milagro y solo respirar constituye una enorme ganancia, entender que Dios tiene para nuestros sacrificios, recompensas infinitas y por ser sus hijos, tenemos como herencia el mundo entero. Esperar, sin ansiedades, sabiendo que todo lo que deseemos con fervor y luchemos con perseverancia, será para nosotros.

En tercer lugar, a la felicidad. Qué bueno dejar de sufrir, bajarnos de la cruz, quitarnos los clavos y abrir el espíritu y el pensamiento a la dicha.

Qué bueno recibir cada mañana con la conciencia de lo eterno y saber que estamos vivos, y eso representa una buena noticia siempre. Aprender a ser felices desde la simplicidad, a disfrutarlo todo, a vivir con entusiasmo, renovados y resucitados.

Bendiciones,

Colaboración de Ángela María Alzate Manjarrés

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