8 de abril de 2010

Los escándalos: entre el suicidio y la santidad

El siguiente texto es un extracto de la homilía del sacerdote Franciscano P. Roger J. Landry, que fue pronunciada en la Parroquia del Espíritu Santo en Fall River, MA (Estados Unidos) y que nos fue enviado por el padre Alcides Salinas, ex párroco de la capilla de los Emigrantes del Seminario, quien actualmente reside en Lima - Perú, donde se desempeña como secretario del Obispado. Por considerarlo de interés para nuestros lectores lo publicamos in extenso.

Ante los repetidos escándalos que sacuden a la Iglesia, lo primero que necesitamos hacer es acudir a la luz de la fe. Sabemos que Jesucristo eligió a doce apóstoles. Sabemos también que uno de ellos, a pesar de haber sido objeto de una predilección divina, lo traicionó. Judas, como los demás, expulsó demonios, curó enfermos, predicó, paladeó la amistad con Cristo. Y, pese a todo, le vendió por treinta monedas. A veces, los elegidos de Dios lo traicionan. Este es un hecho que debemos asumir. Es un hecho que la primera Iglesia asumió. Si la primitiva Iglesia se hubiera centrado únicamente en el escándalo de Judas, habría estado acabada antes de comenzar a crecer.

En vez de ello, la Iglesia reconoció que no se debe juzgar algo por aquellos que no lo viven, sino por quienes sí lo viven. Y en vez de centrarse en aquel que entregó a Jesús, se centraron en los otros once, que se mantuvieron leales hasta el fin.

Hoy somos interpelados por esa misma realidad. Podemos centrarnos en aquellos que traicionaron al Señor, o, como la primera Iglesia, podemos enfocarnos en los demás, en los que han permanecido fieles, esos sacerdotes que siguen ofreciendo sus vidas para servir a Cristo y a las almas. Los medios de comunicación casi nunca prestan atención a los buenos "once", que viven una vida de silenciosa santidad. No obstante, los creyentes debemos ver el terrible escándalo actual bajo una perspectiva más amplia, auténtica y completa.

El escándalo desafortunadamente no es algo nuevo para la Iglesia, que ha sufrido peores momentos. La historia de la Iglesia es como la definición matemática del coseno, es decir, una curva oscilatoria con movimientos de péndulo, con bajas y altas a lo largo de los siglos. En cada una de esas épocas, cuando la Iglesia llegó a su punto más bajo, Dios elevó a grandes santos que llevaron a la Iglesia de regreso a su verdadera misión.

Fijémonos, por ejemplo, en San Francisco de Sales: fue un santo a quien Dios hizo surgir justo después de la Reforma protestante. La Reforma protestante no brotó fundamentalmente por aspectos teológicos -aunque las diferencias teológicas aparecieron después-, sino por aspectos morales. Había un sacerdote agustino, Martín Lutero, quien fue a Roma durante el papado más notorio de la historia, el del papa Alejandro VI. Este Papa jamás enseñó nada contra la fe -el Espíritu Santo lo evitó-, pero fue simplemente un hombre malvado. Tuvo nueve hijos de seis diferentes concubinas. Llevó a cabo acciones contra aquellos que consideraba sus enemigos. Martín Lutero visitó Roma durante su papado y se preguntaba cómo Dios podía permitir que un hombre tan ruin fuera la cabeza visible de su Iglesia. Regresó a Alemania y observó toda clase de problemas morales.

Los sacerdotes vivían abiertamente relaciones con mujeres. Algunos trataban de obtener ganancias vendiendo bienes espirituales. Primaba una inmoralidad terrible entre los laicos católicos. Él se escandalizó, como le hubiera ocurrido a cualquiera que amara a Dios, por esos abusos desenfrenados. Así que fundó, con gran éxito, su propia iglesia. En ese contexto, Dios hizo surgir a muchos santos para que combatieran esta solución equivocada y trajeran de regreso a las personas a la Iglesia fundada por Cristo.

San Francisco de Sales fue uno de ellos. Poniendo en riesgo su vida, recorrió Suiza, donde los calvinistas eran muy populares, predicando el Evangelio con verdad y amor.

Muchas veces fue golpeado en su camino y dejado por muerto. Un día le preguntaron cuál era su postura en relación al escándalo que causaban tantos de sus hermanos sacerdotes. Lo que él dijo es tan importante para nosotros hoy como lo fue en aquel entonces para quienes lo escucharon. Él no anduvo con rodeos. Dijo: "Aquellos que cometen ese tipo de escándalos son culpables del equivalente espiritual a un asesinato, destruyendo la fe de otras personas con su pésimo ejemplo". Pero al mismo tiempo advirtió a sus oyentes: "Pero yo estoy aquí entre ustedes para evitarles un mal aún peor. Mientras que aquellos que causan el escándalo son culpables de asesinato espiritual, los que acogen el escándalo -los que permiten que los escándalos destruyan su fe- son culpables de suicidio espiritual."

Son culpables, dijo él, "de cortar su vida con Cristo, abandonando la fuente de vida en los sacramentos, especialmente la Eucaristía". San Francisco de Sales expuso su vida tratando de evitar suicidios espirituales a causa de los escándalos. Y hoy: ¿Cuál debe ser entonces nuestra reacción?

Se ha hablado mucho al respecto en los medios de comunicación. ¿Tiene la Iglesia que trabajar mejor, asegurándose que nadie con predisposición a la pedofilia sea

ordenado? Absolutamente. Pero esto no sería suficiente. ¿Tiene la Iglesia que actuar mejor para tratar estos casos cuando sean reportados? La Iglesia ha cambiado su manera de abordar estos casos y hoy la situación es mucho mejor de lo que fue en los años ochenta, pero siempre puede ser perfeccionada.

Pero aún esto no sería suficiente. ¿Tenemos que hacer más para apoyar a las víctimas de tales abusos? ¡Sí, tenemos que hacerlo, tanto por justicia como por amor! Pero ni siquiera esto alcanza. ¡La única respuesta adecuada a este terrible escándalo -como San Francisco de Sales reconoció en el año 1600 e incontables otros santos han reconocido en cada siglo- es la santidad!

¡Toda crisis que enfrenta la Iglesia, toda crisis que el mundo enfrenta, es una crisis de santidad! La santidad es crucial, porque es el rostro auténtico de la Iglesia. ¿Tienen que ser más santos los sacerdotes? Seguro que sí. ¿Tienen que ser más santos los religiosos y religiosas y dar un testimonio aún mayor de Dios y del Cielo? Absolutamente. Pero todas las personas en la Iglesia tienen que hacerlo, ¡incluyendo a los laicos! Todos tenemos la vocación de ser santos y esta crisis es una llamada para que despertemos.

Estos son tiempos duros para ser sacerdote hoy. Son tiempos duros para ser católicos. Pero también son tiempos magníficos, tiempos de desafíos y de santidad. Uno de los más grandes predicadores en la historia estadounidense, el obispo Fulton J. Sheen, solía decir que él prefería vivir en tiempos en los que la Iglesia sufre en vez de cuando florece. "Hasta los cadáveres pueden flotar corriente abajo", solía decir, señalando que muchas personas salen adelante fácilmente cuando la Iglesia es respetada, "pero se necesita de verdaderos hombres, de verdaderas mujeres, para nadar contra la corriente."

Por otra parte, la Iglesia es indestructible. Se cuenta que Napoleón dijo alguna vez al cardenal Consalvi: "Voy a destruir su Iglesia". El cardenal le contestó: "No, no podrá". Napoleón dijo otra vez: "¡Voy a destruir su Iglesia!" El cardenal dijo confiado: "No, no podrá! Ni siquiera nosotros hemos podido hacerlo!" Si los malos papas, los sacerdotes infieles y los miles de pecadores en la Iglesia no han tenido éxito en destruirla desde su interior -le estaba diciendo implícitamente al general- ¿cómo cree que Ud. va a poder hacerlo? Apuntaba a una verdad clave: Cristo nunca permitirá que su Iglesia fracase. Los actuales escándalos pueden ser algo que lleve al suicidio espiritual o algo que lleve a buscar la santidad personal. Cada uno elige.

Bendiciones


Fuente: Ultima Hora

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