24 de octubre de 2010

Nuestra verdad y nuestra realidad

Paz y bien en el Señor Jesús y en su Santísima Madre!

Domingo 30 - Tiempo Ordinario- Ciclo C, Lucas 18, 9 - 14
«El Señor es un Juez que no se deja impresionar por apariencias. No menosprecia a nadie por ser pobre y escucha las súplicas del oprimido. No desoye los gritos angustiosos del huérfano ni las quejas insistentes de la viuda. Quien sirve a Dios con todo su corazón es oído y su plegaria llega hasta el Cielo. La oración del humilde atraviesa las nubes, y mientras él no obtiene lo que pide, permanece sin descanso y no desiste, hasta que el Altísimo lo atiende y el Justo Juez le hace justicia.» (Ecle. 35, 12 - 18)
Se aprecia en el Antiguo Testamento que el temor de Dios recorría la relación de los hombres con Dios. Esta expresión se repite sin cesar en la Biblia evocando sentimientos de obediencia, de fidelidad, de culto debido a Yahvé. El día de la caída, Adán y Eva, culpables, tiemblan de temor al oír la voz de Dios. Moisés se cubrió el rostro, porque temía mirar a Dios. La Ley del Sinaí fue dada entre relámpagos y truenos para que quedara clara la reverencia y el respeto de los hombres para con Dios. Pero también quedó un cierto temor ante esa Ley, que amenazaba con el castigo a los obradores del mal.

Dos aspectos del temor a Yahvé recorren todo el Antiguo Testamento: el sentido de la trascendencia divina y la conciencia de la propia indignidad del pecador. Sólo Dios es el Santo, el Fuerte, el Todopoderoso, el Rey Soberano. La santidad de Dios en oposición a nuestra miseria de pecadores fue uno de los temas centrales de la predicación de los profetas. Como dirá san Agustín, la gran diferencia entre los dos Testamentos es el paso del temor al amor. El Espíritu Santo, que infunde el espíritu de temor en los hijos de Dios, mueve al amor, no a tener miedo a Dios. Sin embargo, con esta parábola Jesús alerta de que no debemos ser autosuficientes.

El temor del que se habla en el Antiguo Testamento es imperfecto, porque no hemos de evitar el mal por miedo, pero es la condición para tener confianza y obedecer a Dios. El libro del Apocalipsis volverá a insistir en la trascendencia de Dios y en la condena para aquellos que, confiando en la «bondadosidad» de Dios, no hacen lo que Dios desea.

Las Lecturas de hoy continúan la línea de los anteriores domingos: nos hablan de la oración. Esta vez, de una oración humilde. Y al decir humilde, decimos «veraz»; es decir, en verdad... pues -como decía Santa Teresa de Jesús- la humildad no es más que andar en verdad.

¿Y cuál es nuestra verdad? Que no somos nada... Aunque creamos lo contrario, realmente no somos nada ante Dios. Pensemos solamente de quién dependemos para estar vivos o estar muertos. ¿En manos de Quién están los latidos de nuestro corazón? ¿En manos nuestras o en manos de Dios?

El mensaje de la humildad en la oración no sólo se refiere a reconocernos pecadores ante Dios, sino también a reconocer nuestra realidad ante Dios. Nuestra realidad es que nada somos ante Dios, que nada tenemos que El no nos haya dado, que nada podemos sin que Dios lo haga en nosotros. Esa «realidad» es nuestra «verdad».

Entonces ... ¿cómo podemos ufanarnos de auto-suficientes, de auto-estimables, de auto-capacitados?

Al reconocernos creaturas dependientes de El, podremos también darnos cuenta que debemos estar atenidos a sus leyes, a sus deseos, a sus planes para nuestra vida. Podremos darnos cuenta que nuestra oración debe ser humilde, «veraz», reconociéndonos dependientes de Dios, deseando cumplir sus planes y no los nuestros, buscando satisfacer sus deseos y no los nuestros. Falta agregar que los planes y los deseos de Dios, aunque nos cueste aceptarlo, son mucho mejores que los planes y deseos nuestros.

Entonces, ante esta verdad-realidad del ser humano, nuestra oración debiera una de adoración. Y … ¿qué es adorar a Dios?

Es reconocerlo como nuestro Creador y nuestro Dueño. Es reconocerme en verdad lo que soy: hechura de Dios, posesión de Dios. Dios es mi Dueño, yo le pertenezco. Adorar, entonces, es tomar conciencia de esa dependencia de El y de la consecuencia lógica de esa dependencia: entregarme a El y a su Voluntad.

Fraternalmente,

Claudio

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