Hablemos del Espíritu Santo
El Evangelio comienza con una afirmación «El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él.» Jesús no está hablando solo a sus discípulos; nos está hablando a nosotros, aquí y ahora, con todas nuestras complicaciones, rutinas y agendas. A veces creemos que amar a Jesús es solo cuestión de rezar, ir a misa o tener una medalla o un crucifijo colgado al cuello. Pero Él lo deja claro: amar es guardar su palabra, es vivirla sin escándalo ni teatro, desde lo cotidiano.
Jesús dice que nos deja la paz, pero no como la da el mundo. Y tiene razón. La paz del mundo a veces es silencio obligado, indiferencia disfrazada de respeto o evasión de los conflictos. En cambio, la paz de Jesús es presencia. Una calma que no huye del dolor, sino que lo abraza sin desesperarse. Es la que nos permite respirar hondo cuando las cosas no salen, y volver al día siguiente con una sonrisa sincera.
La Paz de Cristo es otra cosa: es vivir en Dios en medio de los problemas y sufrimientos. Consiste esta Paz en poder estar serenos en medio de las tribulaciones. Consiste en sentirnos cómodos dentro de la Voluntad de Dios. Significa, también, poder estar confiados y sin temor en medio de la lucha contra Satanás, que cada día se hace más evidente.
La presencia de Dios en el alma no puede separarse de la acción eficaz del Espíritu Santo.
Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre; don en tus dones espléndido; luz que penetras las almas; fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos. Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre, si tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado, cuando no envías tú aliento.
Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones, según la fe de tus siervos; por tu bondad y tu gracia, dale al esfuerzo su mérito; salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno.
Amén.
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