El cielo del Padre incluye a todos sus hijos
Paz y bien en el Señor Jesús y en su Santísima Madre!
Una de las señales típicas de un corazón cristiano es el deseo de inclusión, el deseo de estar finalmente en comunión con cuanta más gente mejor, el anhelo de tener a todos contigo en el cielo sin exigir que lleguen a ser idénticos a ti para llegar allá. Lamentablemente, sentimos con frecuencia la tendencia a la actitud opuesta, aunque nos cueste admitirlo.
Nos gusta tener un concepto de nosotros mismos como de gente de buen corazón, de gran compasión y que intenta amar como Jesús, pero, por dentro de nuestras actitudes y de nuestras acciones, se esconde con demasiada fuerza esto: Nuestro amor, nuestra verdad y nuestro culto se basan con frecuencia, de modo inconsciente, en declararnos santos y justos declarando a los demás pecadores. «Solamente puedo ser bueno, si algún otro es malo». «Solamente puedo tener razón, si algún otro está errado». «Mi dogma personal solamente puede ser verdadero, si el de algún otro es falso». «Mi religión solamente puede ser la correcta, si la de algún otro es errónea». «Solamente puede ser válida mi Eucaristía, si la de algún otro es inválida.» «Yo puedo estar en el cielo solamente si algún otro está en el infierno«.
Justificamos esta actitud de separación y superioridad religioso-moral apelando a varios puntos: dogma correcto, necesidad de justicia, moralidad adecuada, correcta eclesiología y adecuada práctica litúrgica, entre otras cosas. Y hay algo de verdad en ello. El tener tu cielo que incluya a todos no significa que la verdad, la moralidad y la práctica de la iglesia se vuelvan todas relativas, o que no tiene fundamental importancia aquello en lo que uno cree o el modo cómo uno actúa y rinde culto.
Nuestras escrituras cristianas y nuestra posterior tradición nos advierten claramente que hay ciertos aciertos y ciertos disparates, y que ciertas actitudes y acciones pueden excluirnos del Reino de Dios, el cielo. Pero esas mismas escrituras dejan igualmente claro que la voluntad salvífica de Dios es universal y que el anhelo profundo, constante y apasionado de Dios es que todos, absolutamente todos, sin tener en cuenta sus actitudes y acciones, sean de algún modo atraídos a su casa. Dios, parece, no quiere descansar hasta que todos los hijos estén en el hogar, comiendo a la misma mesa.
Jesús, inflexiblemente, nos enseña lo mismo. Por ejemplo, en el evangelio de Lucas, capítulo 15, teje juntas tres historias para subrayar este punto: El pastor que deja las noventa y nueve ovejas para buscar a la extraviada; la mujer que tiene diez monedas, pierde una y no puede descansar hasta encontrar su moneda perdida; y el padre, que pierde dos hijos, uno por la debilidad y el otro por la ira, y no descansará hasta tener a los dos de vuelta en casa.
Particularmente la historia del medio, la que nos describe a una mujer que ha perdido una moneda, es la más contundente en aclarar esta cuestión: Una mujer tiene diez monedas valiosas, pierde una, la busca como una loca, enciende luces extra, barre su casa, y finalmente la encuentra; rebosante de alegría llama a sus vecinas y organiza una fiesta que le cuesta claramente más de lo que valía la moneda misma.
¿Por qué esa frenética búsqueda de una pequeña moneda? ¿Y por qué su gran alegría al encontrarla? Lo que realmente está en juego no es el valor de la moneda, sino la pérdida del todo, de la integridad. Para los hebreos de aquel tiempo, el diez era un número de totalidad; el nueve, no.
La misma dinámica y sentido de la totalidad sigue siendo exactamente válida para el pastor que deja las noventa y nueve ovejas para buscar la perdida. Vemos el mismo anhelo, pasión y tristeza en el padre del hijo pródigo y de su hermano mayor. No puede el padre quedarse tranquilo ni estar en paz hasta que los dos hijos vuelvan a casa.
Nuestro cielo también tiene que ser muy amplio y espacioso. Como la mujer que perdió una moneda, como el pastor que había perdido una oveja, y como el padre del hijo pródigo y del hijo mayor, tampoco nosotros habríamos de descansar fácilmente cuando percibimos que otros están separados de nosotros. La familia es feliz solamente cuando todos sus miembros están en el hogar.
Lo que finalmente caracteriza una fe genuina y un corazón grande no es el grado de pureza que puedan gozar nuestras iglesias, nuestras doctrinas y nuestra vida moral, sino qué amplitud abarca el abrazo de nuestros corazones.
El cielo del Padre incluye a todos sus hijos.
Que el Señor los bendiga,
Sobre una reflexión de Ron Rolheiser
Nos gusta tener un concepto de nosotros mismos como de gente de buen corazón, de gran compasión y que intenta amar como Jesús, pero, por dentro de nuestras actitudes y de nuestras acciones, se esconde con demasiada fuerza esto: Nuestro amor, nuestra verdad y nuestro culto se basan con frecuencia, de modo inconsciente, en declararnos santos y justos declarando a los demás pecadores. «Solamente puedo ser bueno, si algún otro es malo». «Solamente puedo tener razón, si algún otro está errado». «Mi dogma personal solamente puede ser verdadero, si el de algún otro es falso». «Mi religión solamente puede ser la correcta, si la de algún otro es errónea». «Solamente puede ser válida mi Eucaristía, si la de algún otro es inválida.» «Yo puedo estar en el cielo solamente si algún otro está en el infierno«.
Justificamos esta actitud de separación y superioridad religioso-moral apelando a varios puntos: dogma correcto, necesidad de justicia, moralidad adecuada, correcta eclesiología y adecuada práctica litúrgica, entre otras cosas. Y hay algo de verdad en ello. El tener tu cielo que incluya a todos no significa que la verdad, la moralidad y la práctica de la iglesia se vuelvan todas relativas, o que no tiene fundamental importancia aquello en lo que uno cree o el modo cómo uno actúa y rinde culto.
Nuestras escrituras cristianas y nuestra posterior tradición nos advierten claramente que hay ciertos aciertos y ciertos disparates, y que ciertas actitudes y acciones pueden excluirnos del Reino de Dios, el cielo. Pero esas mismas escrituras dejan igualmente claro que la voluntad salvífica de Dios es universal y que el anhelo profundo, constante y apasionado de Dios es que todos, absolutamente todos, sin tener en cuenta sus actitudes y acciones, sean de algún modo atraídos a su casa. Dios, parece, no quiere descansar hasta que todos los hijos estén en el hogar, comiendo a la misma mesa.
Jesús, inflexiblemente, nos enseña lo mismo. Por ejemplo, en el evangelio de Lucas, capítulo 15, teje juntas tres historias para subrayar este punto: El pastor que deja las noventa y nueve ovejas para buscar a la extraviada; la mujer que tiene diez monedas, pierde una y no puede descansar hasta encontrar su moneda perdida; y el padre, que pierde dos hijos, uno por la debilidad y el otro por la ira, y no descansará hasta tener a los dos de vuelta en casa.
Particularmente la historia del medio, la que nos describe a una mujer que ha perdido una moneda, es la más contundente en aclarar esta cuestión: Una mujer tiene diez monedas valiosas, pierde una, la busca como una loca, enciende luces extra, barre su casa, y finalmente la encuentra; rebosante de alegría llama a sus vecinas y organiza una fiesta que le cuesta claramente más de lo que valía la moneda misma.
¿Por qué esa frenética búsqueda de una pequeña moneda? ¿Y por qué su gran alegría al encontrarla? Lo que realmente está en juego no es el valor de la moneda, sino la pérdida del todo, de la integridad. Para los hebreos de aquel tiempo, el diez era un número de totalidad; el nueve, no.
La misma dinámica y sentido de la totalidad sigue siendo exactamente válida para el pastor que deja las noventa y nueve ovejas para buscar la perdida. Vemos el mismo anhelo, pasión y tristeza en el padre del hijo pródigo y de su hermano mayor. No puede el padre quedarse tranquilo ni estar en paz hasta que los dos hijos vuelvan a casa.
Nuestro cielo también tiene que ser muy amplio y espacioso. Como la mujer que perdió una moneda, como el pastor que había perdido una oveja, y como el padre del hijo pródigo y del hijo mayor, tampoco nosotros habríamos de descansar fácilmente cuando percibimos que otros están separados de nosotros. La familia es feliz solamente cuando todos sus miembros están en el hogar.
Lo que finalmente caracteriza una fe genuina y un corazón grande no es el grado de pureza que puedan gozar nuestras iglesias, nuestras doctrinas y nuestra vida moral, sino qué amplitud abarca el abrazo de nuestros corazones.
El cielo del Padre incluye a todos sus hijos.
Que el Señor los bendiga,
Claudio
Sobre una reflexión de Ron Rolheiser
Estimado claudio, ante todo gracias por tu comentario. En mi blog se habla de todo porque tengo seguidores de distinta orientación y voy altenando temas, para ser ameno y sobre todo reflexivo para todos.
ResponderBorrartu exposicíon es mi larga, no es posible que te la comente, el tema es profundo y hay que pasarse, y esta pobre monja la espera el tren, no dispongo de tiempo.
Pero, en general me parece acertada, hay que matizar sobre el pecado y la santidad, porque hoy día, la gente ha perdido el miedo y te dice tranquilamente sus pecados sin miedo a verse juzgada, al contrario se ve como admirada por poderlo decir.
Llevo dirección espiritual hace años y me encuentro con ese tema con mucha frecuencia.
El sí y el No, es un discernimiento.
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Solamente puede ser válida mi Eucaristía, si la de algún otro es inválida.» «Yo puedo estar en el cielo solamente si algún otro está en el infierno.
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Esa afirmación no es cierta, y parecidas a esta tendencia del sí y no, lo encontraremos el la Teología de Santo Tomás de Aquino.
Pero ya te diogo en general bien
Lo de la moneda perdida como otros ejemplos que apaceren en el Evangelio y que utilizan los evangelistas para mejor comprensión, pues historicamente no existió. Para eso estan los exágetas que cuesta muchos años llegar al conocimiento del Jesús histórico, por eso no se pueden tomar los relatos como historicos pero si como enseñanza.
Recibe mi ternura
Sor.Cecilia
MARAVILLOSO ESCRITO AMIGO CLAUDIO,COMPARTO TUS OPINIONES...DIOS NOS AMA A TODOS Y SIGUE ESPERANDO MAS AMOR DE NOSOTROS,QUE CADA VEZ NOS AISLAMOS MAS.REALMENTE ROGUEMOS AL ESPIRITU SANTO NOS ENSEÑE A AMAR A DIOS Y A NUESTROS HERMANOS COMO SE LO MERECEN,CON RESPETO ,TOLERANCIA
ResponderBorrarPACIENCIA Y CARIDAD.
UN ABRAZO FRATERNO.ANGELINA DE MARIA.