22 de julio de 2010

Concédeme, Señor, la humildad de la hemorroisa


¡Paz y bien a todos!

Si todas las enseñanzas del Señor son hermosas y sublimes, a mi particularmente siempre me ha llamado la atención de una manera preferencial, la de la "hemorroisa" del evangelista San Lucas que dice textualmente:

"En ese momento, una mujer que padecía hemorragias desde hacía doce años se acercó por detrás. Había gastado en manos de los médicos todo lo que tenía y nadie la había podido mejorar. Tocó el fleco de la capa de Jesús y en el mismo instante se detuvo el derrame de sangre. Jesús preguntó: Quien me ha tocado? Como todos decían Yo no, Pedro expresó: Maestro, es la multitud la que aprieta y te oprime. Jesús replicó Alguien me tocó; yo sentí que una fuerza salía de mi.

Al verse descubierta, la mujer se presentó muy temerosa y echándose a los pies, contó delante de todo el mundo por que razón ella lo había tocado y cómo había quedado instantáneamente sana. El le dijo: Hija, tu fe te ha salvado, vete en paz. (Lc. 8, 43-48)

¡Que hermoso relato y cuanta emoción produce su lectura! Allí, como vemos Jesús menciona expresamente la fe que tuvo la hemorroisa al venir a tocar su manto; pero, sabemos -por propia experiencia- que toda vez que actuamos impulsados por esa gracia, estamos reconociendo la grandeza de Dios y, por lo tanto, al mismo tiempo, nos estamos humillando, al sabernos necesitados de él.

No lo dice el evangelio, pero cuanta habría sido la soberbia y vanidad que ese día esta mujer debió dejar de lado, para vencer su propia insuficiencia y acercarse al Señor y tocarlo con el corazón humilde y arrepentido. Por eso este relato, vale como fundamento para reflexionar sobre la virtud de la humildad.

En el libro del Eclesiástico, leemos Cuanto fueres mas grande, tanto más debes humillarte en todas las cosas (Sir 3, 18). El gran y santo Pontífice Pío V, era eminentemente humilde y decía: Cuando no era más que un simple religioso, tenía gran confianza de salvar mi alma; siendo Cardenal, temblaba; y ahora que soy Papa, casi desespero de lograrlo. Dios siempre es honrado en los humildes, dice el sabio. La humildad es el nudo sagrado que nos une a Dios por medio de su misión incondicional, por eso son agradables al Señor. Dios gusta servirse de los humildes para realizar sus grandes cosas, porque todos le atribuyen todo el honor y toda la gloria de sus aciertos.

Las personas humildes no se resisten jamás a los impulsos de la gracia, no ponen impedimento alguno a los designios de Dios sobre su persona y sus obras; de forma que Dios se sirve de ellos sin temor a ninguna oposición. Dice San Agustín: La lluvia de la gracia cae sobre los humildes como corren las aguas en los valles. El hombre humilde, merece ser guiado por la luz de lo alto, pues la luz de Dios, es el premio a la humildad.

Con su prudencia el hombre humilde siembra por todas partes paz; sabe conciliar la disensiones, calmar los espíritus irritados y prevenidos, dulcificar los corazones amargados y hacer reinar en torno suyo la caridad y la concordia. La humildad, capacita al que la posee para realizar grandes cosas, pues cuanto más desconfía de si el humilde, más cifra en Dios su confianza. Toda la fortaleza radica en la humildad: ese es su manatial, puesto que todo orgullo es débil dice San Agustín. El alma humilde jamás se desanima en las dificultades, pues sabe muy bien y repite con San Pablo: Todo lo puedo en Aquel que me conforta (Flp 4, 13)

Dios siempre está con los humildes; su luz los ilumina y los dirige; su gracia los sostiene, los fortalece y acompaña por todas partes. Yo iré delante de tí y humillaré a los grandes de la tierra, nos dice por el profeta Isaías. Y el Señor nos dijo: ...Aprendan de mí, que soy manso y humilde corazón (Mt 11, 29).

La humildad no solo agrada a los hombres, sino sobre todo a Dios. La humildad es como una balanza, que cuanto más baja uno de los platillos, tanto más se eleva el otro, dice el santo cura de Ars. Con la humildad sucede lo que con un perfume exquisito, que cuanto más se procura esconder, tanto más se da a conocer el buen olor que difunde.

¡Que el Señor los colme de bendiciones!

Cuidalo C.


Textos adaptados del Hermano Emilio Garione, 1ª parte

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