Decisión de fe

Paz y bien en el Señor Jesús y en su Santísima Madre,

Domingo 6, tiempo ordinario, ciclo A - Mateo 5, 17-37

«La omnipotencia de Dios se manifiesta, sobre todo, en el hecho de perdonar y usar de misericordia, porque la manera de demostrar que Dios tiene el poder supremo es perdonar libremente»(1). Por eso, a nosotros nada nos asemeja tanto a Dios como estar siempre dispuestos al perdón. Es, también, donde mejor se manifiesta la grandeza de alma en nuestras relaciones con los demás. Y de la misma manera que Dios está dispuesto a perdonar todo de todos, nuestra capacidad de perdón no debe tener límites, ni por la persona, ni por la cualidad de la ofensa, ni porque sea la séptima vez ese día.

Para ejercitar esta muestra de caridad no es necesario que padezcamos grandes injurias; bastan esas cosas pequeñas que ocurren casi todos los días: pequeñas riñas en el hogar por pequeñeces, malas contestaciones o gestos destemplados en el trabajo, al manejar el automóvil, al esperar que nos atiendan...

Si todo eso lo llevamos con categoría humana y sobrenatural -perdonando- es una ofrenda muy agradable a Dios. Sería chocante, en cambio, que intentáramos llevar una vida cristiana y al menor roce se enfriara nuestra caridad y nos sintiéramos separados de alguien.

Es natural que nos salte el genio o el amor propio, pero ese natural no es bueno; lo natural debería ser que, por haber sabido disculpar y no ser susceptibles, no tuviéramos que perdonar porque no nos sintiéramos ofendidos. A eso hemos de llegar, así debemos de ser. Jesús no se sintió ofendido por nadie, aunque sufriera malos tratos; advertía del mal, pero no habló mal de nadie ni dejó a ninguno en mal lugar.

Jesús en este punto es, sencillamente, contundente. Frente a las ofensas que recibo de los demás, el Señor me invita a dar una respuesta que, casi siempre, sacude por dentro: ¡perdona a tu hermano! Frente a los problemas en las relaciones con los “otros”, el Señor no me dice que “pase” sin más, como si nada hubiera ocurrido. Más bien se me pide que reconozca la ofensa recibida, en toda su dolorosa verdad, y que la perdone, imitando así a Jesús que continuamente me perdona y recibe.

Ha sido tal la importancia que el Señor ha dado a este precepto del Evangelio, que lo ha equiparado nada más, y nada menos, que al perdón de mis pecados. Si yo no perdono, tampoco el Padre me perdonará a mí, y así lo enuncio cada vez que rezo la oración del Padrenuestro: «Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden»

Cuando hablamos del perdón a las ofensas, es conveniente clarificar que el acto de perdonar es, fundamentalmente, una decisión de fe que tomo en respuesta a la invitación de Jesús, y por mi propia sanación interior. Se trata de una decisión, no de un sentimiento o una emoción. Sobre emociones/sentimientos no siempre puedo ejercer el suficiente control.

El perdón es difícil. Es uno de esos preceptos exigentes que pone Jesucristo en su Ley del Amor. Si nos cuesta, pidamos esa gracia al Espíritu Santo. Esa gracia del perdón es de las cosas buenas que el Señor desea que le pidamos, para El dárnosla.

En vez de pensar que los preceptos del Señor son imposibles de cumplir o demasiado difíciles, es preferible orar con las palabras del Salmo 118:
«Señor enséñame el camino de tus mandamientos, que yo lo seguiré hasta el fin. Instrúyeme para que guarde tus leyes, y yo las cumpliré con toda el alma.» (v. 33-34)
Fraternalmente,




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Aportes de Jesús Martínez García y Comunidad Adonai

(1) Suma Teológica, I, q 25, a 3, Santo Tomás de Aquino

Comentarios

  1. Pues precisamente ´toco tambien el tema del perdón en mi blog, será que el Espiritu nos inspira a unos y a otros, un abrazo

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  2. Gracias, unidos en oración y un abrazo

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  3. Es importante saber perdonar, y olvidar. Un abrazo Claudio ¡¡

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