A mi Madre, María
Paz y bien
Yo no la conocía, confeso Guillo. La descubrí desde los brazos de mi madre. En la plaza Mitre repleta de gente, ella me levanto en sus brazos para que pudiera verla. Como por su rostro corría una lágrima, yo miré hacía donde ella miraba y entonces la vi. Cargada en andas por sus devotos y enlutada, salía del templo para la procesión Nuestra Señora de los Dolores. La madre de Dios y de todos. La multitud la saludaba con vivas agitando pañuelos. Sonaban las campanas aquel septiembre con olor a azahares.
Sí, dijo Guillo, mi madre me contuvo en su vientre. Me dio a luz, me alimentó. Se gastó y desgastó trabajando por los hijos. Algunas cosas le salieron bien y otras no tanto.
Pero de todo lo que hizo, lo mejor, lo más sabio y tierno ha sido ponerme en el regazo de la Madre de Dios. Sí, mi madre me puso en el regazo de la Madre de Dios.
Haciéndolo me ha dicho claramente, aún sin palabras: “Soy tu madre pero Ella es la Madre mayor, la más fuerte, la más santa, la verdadera y gran Madre. Yo solo soy madre tanto cuanto la imito, porque ella es mi ejemplo. Solo en el regazo de la Madre del alma alcanzarás estatura de hombre. Si Dios puso a su Hijo Jesús en el regazo de María Santísima, cómo no voy a hacerlo yo con mi hijo”.
Gracias madre por esto, dijo Guillo, y sintió más ternura y amor por su madre por este gesto suyo de ponerlo en este espacio sagrado, donde la ternura de Dios cura las penas y fecunda gozos increíbles.
Desde el regazo de María las cosas se ven distintas porque es la dimensión de la fortaleza extraordinaria de la fe y el amor sin límites.
Si el hombre más hombre de la historia, aquel que combatió a la muerte y la venció, goza de la compañía y el abrazo de su madre, ¿cómo voy a tener vergüenza yo de sentirme hijo y de gozar el regazo donde me consagraron desde niño? afirmó Guillo.
Que la ‘Madre del alma’ bendiga a todas las madres que hacen así.
Fraternalmente,
Huellas del Padre Guillermo Ortiz SJ
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