La plenitud en nosotros del germen del amor


Los fundamentos del blog resumen lo que quiere Dios del hombre, de nosotros... "Acuérdate del camino que Yahvé, tu Dios, te hizo recorrer en el desierto por espacio de cuarenta años. Te hizo pasar necesidad para probarte y conocer lo que había en tu corazón, si ibas o no a guardar sus mandamientos". (Dt. 8, 2) "Ya se te ha dicho, hombre, lo que es bueno y lo que el Señor te exige: Tan sólo que practiques la justicia, que sepas amar y te portes humildemente ante tu Dios" (Miqueas 6, 8)

El Evangelio de hoy (Mc 12, 28-34) en síntesis expresa eso. «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas» ... «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (versículos 30-31).

Eligiendo estos dos mandamientos dirigidas por Dios a su pueblo y poniéndolas juntas, Jesús enseñó una vez para siempre que el amor por Dios y el amor por el prójimo son inseparables, es más, se sustentan el uno al otro. Incluso si se colocan en secuencia, son las dos caras de una única moneda: vividos juntos son la verdadera fuerza del creyente. 

Amar a Dios es vivir de Él y para Él, por aquello que Él es y por lo que Él hace. Y nuestro Dios es donación sin reservas, es perdón sin límites, es relación que promueve y hace crecer. Por eso, amar a Dios quiere decir invertir cada día nuestras energías para ser sus colaboradores en el servicio sin reservas a nuestro prójimo, en buscar perdonar sin límites y en cultivar relaciones de comunión y de fraternidad. 

Esto interpela a nuestras comunidades cristianas: se trata de evitar el riesgo de ser comunidades que viven de muchas iniciativas, pero de pocas relaciones; el riesgo de comunidades «estaciones de servicio», pero de poca compañía en el sentido pleno y cristiano de este término.

Dios, que es amor, nos ha creado por amor y para que podamos amar a los otros permaneciendo unidos a Él. Sería ilusorio pretender amar al prójimo sin amar a Dios y sería también ilusorio pretender amar a Dios sin amar al prójimo.

El amor de Dios no se enseña. Nadie nos ha enseñado a gozar de la luz ni a tener sobre todo el instinto de la vida. Nadie nos ha enseñado a amar a los que nos han traído al mundo o nos han criado. De igual forma, a más fuerte razón, no es una enseñanza exterior que nos enseña a amar a Dios. En la naturaleza misma del ser vivo -del hombre- se encuentra inserta una fuerza que contiene el principio de esta aptitud para amar.

A la escuela de los mandamientos de Dios, nos pertenece recoger ese germen, cultivarlo diligentemente, nutrirlo, llevarlo a su desarrollo por medio de la gracia divina. Tanto como el Espíritu Santo nos dé la fuerza, con la gracia de Dios y sus oraciones,  nos esforzaremos para avivar el destello del amor divino escondido en ustedes.

Al recibir de Dios el mandamiento del amor, el alma lleva inserta desde su creación la fuerza del amor. No hay que orar siempre pidiendo y pidiendo.  Hay que orar amando.  ¿Cómo oramos amando a Dios?  Amar es darse.  Debemos orar buscando darnos a Dios.  Entregarnos a los designios que El tiene para nuestra vida.  Aceptar su voluntad y buscar hacer su voluntad en todo.  Eso es amar. 

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