Un proyecto gestado en la libertad, es capaz de mudar la historia.


«Los traicionarán hasta sus padres y hermanos, sus parientes y amigos. Matarán a algunos de ustedes, y todos los odiarán por causa mía. Sin embargo, ni un cabello de su cabeza perecerá. Si se mantienen firmes, conseguirán la vida.» ( Lc 21, 12-19)

La liturgia católica pone hoy un Evangelio que es la historia de la iglesia de Cristo. Mejor dicho, Jesús advierte lo que pasaría. La eterna lucha del bien y el mal. Como decimos siempre, el libre albedrio hace que la vida del hombre sea un eterno pendular entre el instinto de las bestias y la esencia de los ángeles. 

Antes que nada, debemos poner en contexto, el momento en que Jesús hablaba. Durísimo, políticamente hablando que podemos sintetizar: la luz contra la oscuridad. La esperanza contra la opresión. Es la historia de salvación del pueblo de Dios al salir de Egipto. Para salir triunfadores, se necesita coraje, fortaleza; los planes engendrados como miedo (dejar la comodidad, por ejemplo) no funcionan. Lo que se realiza condicionado, obligado o por temor siempre resulta contraproducente. Un proyecto gestado en la libertad, es capaz de mudar la historia. 

Eso es Jesucristo. 

Compartimos una reflexión del hermano Severiano Blanco que nos exime de mayores comentarios...

La historia de la Iglesia es historia de persecución y de martirio; tal vez sean nuestras señas de identidad y autenticidad. Por delante fue Jesús, el que había dado los mayores motivos para ser venerado por las multitudes y que, de hecho, en algunos momentos lo fue. Pero él era “aguijón y caricia a la vez”. 

Para los religiosamente observantes resultó a veces un tanto laxo, y hasta escandaloso, proponiendo demasiado cambio. Los indignados contra la opresión de Roma no encontraron en él al líder político deseable, sino al tolerante que, en vez de venganza, proponía ofrecer la otra mejilla. 

Los israelitas nacionalistas despectivos para con los extranjeros, a quienes llamaban “perros”, le oyeron alabar la fe de esos no israelitas y hasta prometerles un puesto en el Reino de Dios, sentándose a la mesa con los patriarcas de Israel. 

La clase acomodada no pudo sentirse a gusto a su lado, pues criticaba la riqueza con la insensibilidad que a veces llega a producir, y proponía mucho desprendimiento y cambio. 

Lo de Jesús fue a la vez consolador e inquietante. Al final, al parecer, casi nadie se sentía cómodo a su lado. Dando un cariz político o de problema de orden público, terminaron entregándole a la autoridad civil romana para deshacerse de él. Jesús no murió, le mataron.

La última de las bienaventuranzas de Jesús es para los “odiados, evitados, injuriados, rechazados hasta en el nombre” (Lc 6,22). Los expertos suponen que esta última de la serie, tiene un origen independiente de los anteriores, y que Jesús lo pronunció hacia el final de su ministerio, cuando comenzó a sentir rechazo y a preverlo también para sus seguidores. Y la Iglesia naciente confirmó pronto la previsión de Jesús.

La misión de la Iglesia implica crítica de cuanto no funciona según el plan de Dios; Jesús denunció muchas cosas y a sus seguidores dejó marcado el camino. El creyente, y más aún si es pastor, catequista o misionero, se convierte fácilmente en aguijón; al parecer, cada año mueren violentamente unos 30 misioneros.

Podríamos dar un gran salto y situarnos en el siglo XX, en Armenia, en España, en la URSS, en el mundo nazi, en algunos países asiáticos, en el Congo… La grandeza de los mártires radica en que “no amaron tanto su vida que temieran la muerte” (Apoc 12,11). No fueron unos vulgares masoquistas; como Jesús, gozaban con la belleza de los pájaros y las flores, buscaban vida abundante para todos; pero, puestos en la tesitura de elegir, se dijeron: “tu amor vale más que la vida” (Salmo 63,3).

Ante este panorama espléndido nos quedan dos advertencias apostólicas:

1Pe 4,15: “que ninguno tenga que sufrir por asesino, ladrón o malhechor”. No vale cualquier sufrimiento. San Agustín decía que al mártir no le caracteriza la pena, sino el motivo.

Tito 3,2: “... que no insulten a nadie. Que sean pacíficos y comprensivos y traten a todos con cortesía.." Incluso cuando el creyente manifiesta obligados desacuerdos, cuando denuncia o corrige, debe mostrar humildad y mansedumbre, nunca desamor o amargura hacia los oyentes.

Agregamos otra advertencia 1 Pe 2, 15 "En cuanto a ustedes Dios quiera que, obrando el bien, hagan callar a esos tontos que critican sin saber."

La victoria, es ir mas allá del desierto


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