Cristianismo y pobreza


Evangelio Lc 21, 1-4

La liturgia católica utiliza en distintos momentos, el mismo evangelio para distintas enseñanzas. En la primer enseñanza vemos una crítica a la vanidad y ostentación de las personas a las que les gustaba que se les prestara una atención especial, exagerada, incluso, en contraste con una mujer pobre que le daba a Dios todo lo que tenía. La soberbia de quienes se creen mejores va unida siempre a la hipocresía.

Ahora, en la enseñanza de hoy, tratamos la pobreza y como las personas aceptan esa condición y buscan superarse, en todo sentido, sin perder el sentido de clase social y otras que se ponen al hombro la pobreza de otros para ayudarlos. Diría que el evangelio de hoy esta dedicado a la gente de Caritas y a la de tantas organizaciones que trabajan en las iglesias cristianas para tener un mundo solidario y a las ONGs que contribuyen a ello Médicos sin fronteras, Cruz Roja, UNICEF, ACNUR, por citar algunos. 

No es raro que a la pobreza material siga la cultural y también la moral: robo, delincuencia, desesperación. Hemos conocido el trueque de los pobres al participar en un reparto de víveres, hemos sabido de quienes han revendido a otro indigente, a veces a precio de usura, la comida que les acabábamos de comprar. La tranza es vender alimentos para comprar drogas. Entraríamos en el análisis porque la gente se droga, que es otro tema y lo veremos después. 

La pobreza severa puede deshumanizar. Lo decía muy bien en su oración el sabio bíblico: “no me des pobreza ni riquezas, sino solo el pan de cada día. Porque teniendo mucho, podría desconocerte y decir: ¿Y quién es el Señor? Y teniendo poco, podría llegar a robar y deshonrar así el nombre de mi Dios” (Prov. 30, 9-11).

Jesús declaró dichosos a los pobres, pero no nos invitó a empobrecer a otros para hacerlos dichosos. Lo suyo era un grito revelador, dice Severiano Blanco: Dios va a comenzar a reinar, y esto implicará que las cosas sean como él quiere, que el sufrimiento de los pobres desaparezca con la movilidad social ascendente. El sufrimiento humano puede llevar a perder todo control, a pervertir los sentimientos del corazón. 

Hay una pobreza impuesta, forzada, como la que origina el haber nacido en las periferias en hogares pobres e indigentes y tener que vivir «escarbando en el basurero»; y existe una pobreza de opción: tantos misioneros y colaboradores voluntarios que dejan el confort de su país y se van a otro continente a servir a carenciados asumiendo su misma condición. Esta pobreza dignifica. Y en este desprendimiento caben grados, entre lo “razonable” y lo “radical”. Esto engendra buenos sentimientos, semejantes a los de la anciana del evangelio.

Y hay una pobreza no llamativa, pero sí persistente y sin perspectiva de cambio: la familia trabajadora humilde, que vive con lo justo y a veces se queda a cero. Tal vez fue el caso de la viejecita del evangelio, que ponía su esperanza en el Dios providente que no abandona a los pobres; se quedó sin nada por el momento: ya surgirá algo. En la tradición de San Pablo se critica la avaricia y se invita a la conformidad con lo necesario: “teniendo sustento y abrigo, estemos contentos con esto” (1Tim 6,8).


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