Jesús: el rostro visible de Dios

Cuando Jesús dice: “El que guarda mi palabra no verá la muerte para siempre”, no está hablando solo del final de nuestros días, sino del modo en que vivimos cada momento. La Palabra es  dejar que modele nuestras actitudes; ante una situación enojosa si aprendimos de su palabra, respondemos con paciencia, sabiendo que también nosotros hemos sido acogidos sin mérito. Jesús nos pide eso: una vida que testimonie el amor incluso en los gestos más simples.  

Luis Landriscina, poeta argentino, humorista y gran relator de la vida simple de los pueblos, decía que en cualquier reunión o fiesta (comilona) hay tres cosas de la que no se puede hablar: de política, de fútbol o de religión para terminar en paz. Sabiduría. 

En el Evangelio de hoy, San Juan nos revela -una vez más- que Jesús no es un mero hombre sino la encarnación del verdadero Dios de Israel.  La frase “Antes que Abraham existiera, Yo Soy” resume toda la fe. Jesús no es un profeta más ni un maestro sabio. Es el Hijo del Dios vivo, presente antes de todo lo creado. En la comunidad, a veces olvidamos esto y lo reducimos a un personaje del pasado. Pero cuando hacemos oración en familia, Él está, aquí y ahora, guiando cada paso. No estamos solos. 

Jesús no es solo un personaje histórico, sino el rostro visible del Dios que vive y actúa en medio de nosotros. Su promesa de vida eterna no es solo un consuelo para el final, sino una luz para el presente. 

Guardar su palabra es mucho más que conocerla: es vivirla. En cada encuentro, en cada decisión que tomamos desde la fe, estamos ya participando de esa eternidad. Ante la incredulidad, Jesús no fuerza ni condena. Su respuesta es la serenidad. 

Y eso nos inspira: no imponer, sino ofrecer. No huir del conflicto, sino caminar con paciencia. Vivir el Evangelio es sembrar esperanza sin gritar, es ser presencia viva del amor que no se impone pero que transforma. Que esa fe nos haga vivir con alegría y con serenidad.


_

Evangelio de San Juan 8, 51-59

Comentarios