Los fariseos de hoy
Domingo 30º, Evangelio de San Lucas 18, 9-14
Hoy nadie quiere ser llamado fariseo, y con razón. Pero esto no prueba, desgraciadamente, que los fariseos hayan desaparecido. Al contrario, si la parábola del fariseo y el publicano fue dirigida a “quienes teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás”, quizás el auditorio ha crecido mucho.
Y es que el fariseo de ayer y de hoy es esencialmente el mismo. Un hombre satisfecho de sí mismo y seguro de su valer. Un hombre que se cree siempre con la razón. Posee en exclusiva la verdad y se sirve de ella para juzgar y condenar a los demás.
Porque desde esa posesión exclusiva de la verdad el fariseo juzga a todos, condena a todos, clasifica a todos. El siempre está entre los que poseen la verdad y tienen las manos limpias. El fariseo no tiene que cambiar, no se arrepiente de nada, no se corrige. No se siente cómplice de ninguna injusticia. Por eso, exige siempre a los demás cambiar, renovarse y ser más justos, pero siempre los otros, él nunca.
Quizá sea éste uno de los males más graves de nuestra sociedad. Queremos cambiar las cosas. Lograr una sociedad más pacífica, más humana y más habitable. Queremos transformar la historia de los hombres y hacerla mejor. Pero, ilusos de nosotros, que pensamos cambiar la sociedad sin cambiar ninguno de nosotros, sin revisarnos ni corregir nada de cada uno de nosotros mismos.
Queremos lograr el nacimiento de un hombre más libre y responsable, y pensamos que la esclavitud y las cadenas nos las imponen los otros siempre desde fuera. Y, en nuestra ingenuidad farisea, pensamos poder lograr una convivencia social más libre y responsable, sin liberarnos cada uno del egoísmo, de los prejuicios y de los mezquinos intereses que nos esclavizan desde dentro.
Queremos una sociedad más justa y estamos dispuestos a luchar por ella, olvidando quizás que el primer combate lo tenemos que entablar con nosotros mismos, pues cada uno de nosotros somos un “pequeño opresor” que, en la medida de nuestras pequeñas posibilidades, crea injusticia, favoritismo, impaciencia, desconfianza, pesimismo.
Queremos luchar por la justicia y promover el derecho y la dignidad para todos y asistimos indiferentes a las injusticias de paro, de hambre, de pobreza, sin rebelarnos contra la marginación establecida en nuestra sociedad para con los más necesitados, tanto más grave cuanto que se ejerce de manera permanente, profunda, silenciosa y hasta legal en muchos casos.
Queremos paz y reconciliación y va creciendo en nosotros la actitud de resaltar los errores y defectos de los demás, olvidando u ocultando los propios y eso no es solo cosa que hacen los políticos. Es el gran riesgo de todos los grupos, colectivos e instituciones -también dentro de la Iglesia- que desean hacer presente su mensaje a la sociedad.
Decimos que estamos a favor de la paz y marginamos y fariseo-publicano desatendemos a las víctimas que han sufrido en sus familias el asesinato viviendo olvidadas, con miedo y con dolor la ausencia de sus familiares, y no nos posicionamos claramente en contra de la persecución y el abatimiento que sufren personas de nuestro entorno viviendo con angustia la posibilidad de ser la próxima víctima por el hecho de no plegarse a los intereses de los violentos.
Queremos proclamar y defender la verdad y nuestras conversaciones están llenas de mentiras y palabras injustas que reparten condenas y siembran sospechas. Palabras dichas sin amor y sin respeto, que envenenan la convivencia y hacen daño. Palabras nacidas casi siempre de la irritación, la mezquindad o la bajeza. Palabras que no alientan ni construyen, palabras llenas de envidia y de antipatía, ofensivas e hirientes, pronunciadas sólo para humillar y despreciar, para descalificar y destruir a la persona o a la familia.
Queremos una familia unida y en nuestras relaciones familiares no somos capaces de acercarnos unos a otros, de escucharnos, de respetarnos, de dialogar y completar nuestro punto de vista con los más jóvenes que plantean y viven los problemas de forma diferente a nosotros.
Todos podemos actuar como esos grupos a los que Jesús critica en su parábola porque “teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás”.
Sin embargo, un pueblo cuyos partidos no sepan auto-criticarse y corregir sus propios errores no puede crecer de manera sana. Una sociedad cuyos colectivos e instituciones no atiendan las críticas que se les hacen, para revisar su posibles deficiencias no caminará hacia una convivencia más humana.
Una Iglesia cuyos miembros se tienen por justos, seguros de sí mismo, y desprecian a los demás sin pedir perdón, sin auto-criticarse y cambiar, no es testigo de Jesús que predica el perdón y la felicidad para todos los hombres.
Aquí no caben el fanatismo y la presunción del fariseo de la parábola que sólo ve pecado precisamente en los demás. Porque todos somos pecadores, aunque sólo sea por nuestra inhibición, por nuestra pasividad o por nuestra indiferencia. Y todos debemos decir con el publicano: “Oh, Dios, ten compasión de mí que soy pecador”.
Pero tenemos que decirlo y sentirlo sin caer en la desesperanza ni en la angustia que encoge el ánimo y nos hace aun más agresivos. Solo la confianza en Dios y en los demás nos puede abrir creativamente hacia el futuro.
Paz y bien
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Huellas de Antena Misionera
Hoy nadie quiere ser llamado fariseo, y con razón. Pero esto no prueba, desgraciadamente, que los fariseos hayan desaparecido. Al contrario, si la parábola del fariseo y el publicano fue dirigida a “quienes teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás”, quizás el auditorio ha crecido mucho.
Y es que el fariseo de ayer y de hoy es esencialmente el mismo. Un hombre satisfecho de sí mismo y seguro de su valer. Un hombre que se cree siempre con la razón. Posee en exclusiva la verdad y se sirve de ella para juzgar y condenar a los demás.
Porque desde esa posesión exclusiva de la verdad el fariseo juzga a todos, condena a todos, clasifica a todos. El siempre está entre los que poseen la verdad y tienen las manos limpias. El fariseo no tiene que cambiar, no se arrepiente de nada, no se corrige. No se siente cómplice de ninguna injusticia. Por eso, exige siempre a los demás cambiar, renovarse y ser más justos, pero siempre los otros, él nunca.
Quizá sea éste uno de los males más graves de nuestra sociedad. Queremos cambiar las cosas. Lograr una sociedad más pacífica, más humana y más habitable. Queremos transformar la historia de los hombres y hacerla mejor. Pero, ilusos de nosotros, que pensamos cambiar la sociedad sin cambiar ninguno de nosotros, sin revisarnos ni corregir nada de cada uno de nosotros mismos.
Queremos lograr el nacimiento de un hombre más libre y responsable, y pensamos que la esclavitud y las cadenas nos las imponen los otros siempre desde fuera. Y, en nuestra ingenuidad farisea, pensamos poder lograr una convivencia social más libre y responsable, sin liberarnos cada uno del egoísmo, de los prejuicios y de los mezquinos intereses que nos esclavizan desde dentro.
Queremos una sociedad más justa y estamos dispuestos a luchar por ella, olvidando quizás que el primer combate lo tenemos que entablar con nosotros mismos, pues cada uno de nosotros somos un “pequeño opresor” que, en la medida de nuestras pequeñas posibilidades, crea injusticia, favoritismo, impaciencia, desconfianza, pesimismo.
Queremos luchar por la justicia y promover el derecho y la dignidad para todos y asistimos indiferentes a las injusticias de paro, de hambre, de pobreza, sin rebelarnos contra la marginación establecida en nuestra sociedad para con los más necesitados, tanto más grave cuanto que se ejerce de manera permanente, profunda, silenciosa y hasta legal en muchos casos.
Queremos paz y reconciliación y va creciendo en nosotros la actitud de resaltar los errores y defectos de los demás, olvidando u ocultando los propios y eso no es solo cosa que hacen los políticos. Es el gran riesgo de todos los grupos, colectivos e instituciones -también dentro de la Iglesia- que desean hacer presente su mensaje a la sociedad.
Decimos que estamos a favor de la paz y marginamos y fariseo-publicano desatendemos a las víctimas que han sufrido en sus familias el asesinato viviendo olvidadas, con miedo y con dolor la ausencia de sus familiares, y no nos posicionamos claramente en contra de la persecución y el abatimiento que sufren personas de nuestro entorno viviendo con angustia la posibilidad de ser la próxima víctima por el hecho de no plegarse a los intereses de los violentos.
Queremos proclamar y defender la verdad y nuestras conversaciones están llenas de mentiras y palabras injustas que reparten condenas y siembran sospechas. Palabras dichas sin amor y sin respeto, que envenenan la convivencia y hacen daño. Palabras nacidas casi siempre de la irritación, la mezquindad o la bajeza. Palabras que no alientan ni construyen, palabras llenas de envidia y de antipatía, ofensivas e hirientes, pronunciadas sólo para humillar y despreciar, para descalificar y destruir a la persona o a la familia.
Queremos una familia unida y en nuestras relaciones familiares no somos capaces de acercarnos unos a otros, de escucharnos, de respetarnos, de dialogar y completar nuestro punto de vista con los más jóvenes que plantean y viven los problemas de forma diferente a nosotros.
Todos podemos actuar como esos grupos a los que Jesús critica en su parábola porque “teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás”.
Sin embargo, un pueblo cuyos partidos no sepan auto-criticarse y corregir sus propios errores no puede crecer de manera sana. Una sociedad cuyos colectivos e instituciones no atiendan las críticas que se les hacen, para revisar su posibles deficiencias no caminará hacia una convivencia más humana.
Una Iglesia cuyos miembros se tienen por justos, seguros de sí mismo, y desprecian a los demás sin pedir perdón, sin auto-criticarse y cambiar, no es testigo de Jesús que predica el perdón y la felicidad para todos los hombres.
Aquí no caben el fanatismo y la presunción del fariseo de la parábola que sólo ve pecado precisamente en los demás. Porque todos somos pecadores, aunque sólo sea por nuestra inhibición, por nuestra pasividad o por nuestra indiferencia. Y todos debemos decir con el publicano: “Oh, Dios, ten compasión de mí que soy pecador”.
Pero tenemos que decirlo y sentirlo sin caer en la desesperanza ni en la angustia que encoge el ánimo y nos hace aun más agresivos. Solo la confianza en Dios y en los demás nos puede abrir creativamente hacia el futuro.
Paz y bien
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Huellas de Antena Misionera
Muchas, gracias, un gran saludo.
ResponderBorrarMuy buen comentario y reflexión
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