4 de mayo de 2014

Claroscuros de la fe...


III Domingo de Pascua, Evangelio según San Lucas 24,13-35.

«Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe, y también aquellos que han muerto en Cristo se han perdido. Si tenemos esperanza en Él solamente para esta vida, somos los más desgraciados de todos los hombres». Tal es el célebre escrito de Pablo a la comunidad de Corinto.


No es casualidad que la Pascua sea el centro del calendario cristiano: toda la fe está en vilo sobre el sepulcro de Jerusalén. Todo el edificio cristiano se desmoronaría como las Torres Gemelas si desaparecieran los cimientos, es decir, la convicción de que al tercer día el Crucificado salió de aquella tumba transfigurado por la luz de la resurrección.

El cristianismo no es un esquema ideológico independiente de los hechos concretos. Por el contrario, es el anuncio de un preciso acontecimiento histórico: «Aquel Jesús que acabó vergonzosamente sobre la cruz de los esclavos, sepultado en una tumba que le prestaron por caridad, salió de ella habiendo vencido a la muerte y mostrando de ese modo que era el Mesías anunciado por los profetas de Israel». Tampoco es casualidad que Evangelio signifique «noticia», la «buena noticia» por excelencia: informa de hecho que ha sucedido algo que nos atañe directamente, porque ese Resucitado nos ha abierto el camino de la vida inmortal.

De aquí tanto la fuerza como la vulnerabilidad del cristianismo: dudar de la verdad histórica de aquel hecho significa despedirse de la fe. Si realmente los historiadores pudieran convencernos de que el evento de Pascua es solamente un mito, una leyenda, una ilusión, sería el fin de las Iglesias cristianas, digan lo que quieran ciertos teólogos actuales que querrían desvincular la fe de los datos de la historia. Y digan lo que digan ciertas sabidurías new age, interesadas por lo cósmico y alérgicas a la crónica. Ésta es la simple y en el fondo dramática realidad: si el sepulcro de José de Arimatea se quedó cerrado, o vacío sólo porque el cadáver se lo llevaron los discípulos, el Evangelio queda degradado de Palabra de Dios a curioso testimonio de la literatura popular judeo-helenística.

La tutela de la libertad del hombre ha quedado confiada al claroscuro en el que Jesús envolvió su Pascua, admitiendo por decirlo de nuevo con Pascal «suficiente luz para creer», pero dejando «suficiente sombra para poder dudar». El resplandor de la mañana de Pascua puede iluminar el camino de quien esté dispuesto a dejarse guiar. El corazón del Evangelio no es un autoritario «tú debes», sino un afectuoso «si tú quieres».

Los discípulos de Emaús no reconocían a Jesús porque, en decir de Santo Tomás, Jesús no quería que le reconocieran. Pero además, estaban tan ensimismados con sus problemas que, por su parte, tampoco eran capaces de descubrirle. Jesús quiere darse a conocer a todos, pero ¿por qué muchos que oyen hablar de Él no le conocen, o tienen una idea tan equivocada? Es que, de igual modo que si no se tienen los ojos limpios no se ve el objeto que está delante, hace falta una buena disposición en el alma para descubrir a Dios, y es la pureza interior.

Puesto que la fe no es una propuesta intelectual que haya de ser examinada con objetividad aséptica, sino que es una realidad que interpela a cada uno en lo profundo...

Paz y bien, hasta pronto



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 Huellas de Vittorio Messori y Jesús Martínez Garcia

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