Servir a Dios o al dinero.
La liturgia del domingo 21 pasado, en la primera lectura describe una situación en la que caían muchos comerciantes, en tiempos de Amós. De domingo a viernes, haciendo trampa en el mercado, engañando y viviendo como si Dios no jugara ningún papel en su vida. Considerándolo, más bien, una molestia, porque el sábado no podían hacer ningún negocio. En vez de disfrutar de la posibilidad de rezar al Dios que los había liberado de la esclavitud de Egipto, que los había llevado a la Tierra Prometida, estaban quejosos y descontentos.
El dinero genera en torno a sí un culto idolátrico. Es la idolatría de nuestro tiempo. Quien ofrece dinero, obtiene votos; quien se presenta adinerado recibe honor, gloria. Quien facilita el crecimiento económico es bien visto en cualquier institución. En la iglesia no llegamos a esos excesos. Pero sí que nos tienta el modelo empresarial de nuestra sociedad y no tenemos imaginación y creatividad suficiente para ensayar otro modelo alternativo, en el que no quedemos atrapados en las redes de esta religión idolátrica del dinero. Es una religión sin corazón. Dentro del sistema injusto nos vemos obligados a colaborar y a reproducir en pequeña escala el macrosistema. Un mundo, cuya economía funcionase según el proyecto de Dios, sería muy distinto del que ahora es. Porque todos seríamos hermanos, y habría suficiente para cada uno.
Hoy los comerciantes no hacen trampas, generalmente, pero la advertencia puede ser útil para muchos que viven su fe con una doble vara de medir, o como compartimentada: de lunes a sábado, como si Dios no existiera, con una jerarquía de valores “mundana” (el tener, el poder, el ser más que los otros), y el domingo, a Misa, para ser cristiano de diez a once de la mañana o de seis a siete de la tarde. Lo que dure la Eucaristía dominical.
Un dicho muy común en otro tiempo era éste: «la religión es la religión; los negocios son los negocios». También lo podríamos decir con otras palabras: «el templo es el templo; el mercado es el mercado (la Bolsa es la Bolsa)». No; Dios no es el fisco, pero nos pide cuentas de nuestras relaciones con los otros. Si eres empresario, ¿cómo tratas al obrero?; si eres rico, ¿cómo tratas al pobre? ¿Son para ti una mercancía con la que comercias a tu gusto? ¿Eres injusto en la vida mercantil y laboral?
Claramente el Señor nos quiere cristianos siete días a la semana, veinticuatro horas al día. Agradecidos por el don de la fe, con ganas de entrar en contacto con Él, y deseosos de ver a la comunidad cristiana en la que celebramos nuestra fe. Un aviso muy importante.
También es muy oportuno el recordatorio que hace san Pablo sobre la necesidad de la oración. En todas partes, recalca, y libres de enojos y discusiones, o sea, en paz. Orar por todos, pidiendo a Dios por los amigos y por los enemigos, para intentar parecernos un poco más cada día a nuestro Padre Dios, que hace salir el sol sobre buenos y malos, y quiere que todos se salven.
En la antigüedad el esclavo podía servir sólo a un único señor, y esto mismo vale en relación con Dios y el dinero. Son como dos adversarios en eterno conflicto. Aunque la lucha no se desarrolla directamente entre ellos, sino que ocurre en el interior del hombre, que es llamado a optar por servir a uno o a otro. El peligro de la riqueza es que puede llegar a ocupar el lugar de Dios, generando en forma misteriosa e inconsciente una forma de esclavitud y de culto. Los dos “servicios”, a Dios y al dinero, se mueven en planos de lógica opuestos.
El servicio a Dios genera la lógica del amor y de la fraternidad, del dar y de la generosidad; el servicio al dinero, en cambio, la lógica del provecho personal, de la competencia, del tener y de la ambición. Con razón Jesús afirma que: “Ningún criado puede servir a dos señores, pues odiará a uno y amará al otro, o será fiel a uno y despreciará al otro. No puedes servir a Dios y al dinero”.
Nos gustaría favorecer a los dos: dar a Dios el domingo y al dinero los días ordinarios. No es posible porque ambos son maestros exigentes y excluyentes. No toleran que haya un lugar para otro en el corazón de una persona y, sobre todo, sus órdenes son opuestas. Uno dice “Compartir los bienes, ayudar a los hermanos, perdonar la deuda de los pobres…”. El otro se dice a sí mismo: “Piensa en tus propios intereses, estudia bien todas las maneras posibles de ganancias… cómo acumular dinero… quedarte todo para ti…’” Es imposible complacer a los dos.
En resumen, el Evangelio nos desafía a vivir con una fe que trasciende las riquezas terrenales, reconociendo que todo es de Dios. Al adoptar una perspectiva de desprendimiento, encontramos significado en la generosidad y en la construcción de relaciones duraderas. Que esta reflexión nos inspire a vivir con sabiduría y a orientar nuestras vidas hacia las moradas eternas, donde la verdadera riqueza aguarda a aquellos que han vivido con fe y desprendimiento.
Paz y bien
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Con textos de Alejandro, C.M.F.
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