“Misericordia quiero y no sacrificios”
Marcos 2, 23-28
El evangelio de hoy, como el del sábado, nos recuerda otra controversia de algunos fariseos con Jesús. Estas controversias giraban en torno a elementos fundamentales de la religiosidad judía y Jesús tenía mucho interés en que sus interlocutores purificaran su forma de entenderlas. Jesús no estaba en contra de la Torá o del reposo sabático, sino en contra de las ataduras que con esa ley se habían impuesto sobre las personas.
Cuando Dios pidió al pueblo de Israel vivir el sábado, y lo hizo de una forma especialmente solemne, no le impuso una carga, sino que le dio un don, porque la ley de Dios no es imposición sino una gracia, una ayuda singular dada a quien se ama de un modo especial. Pero el don es inferior al donador. Si no cuidamos los dones y profundizamos en su sentido, somos capaces de empequeñecer al donador haciéndolo inferior a su don.
Para los cristianos, el precepto dominical es un don. La idea de dedicar ese día de un modo particular a dar centralidad a la Eucaristía y a dar gracias a Dios a través del descanso y el carácter festivo no es imponer, sino animar a considerar que todo lo que existe es regalo de Dios para nosotros, para que lo cuidemos, cosa que solo podremos hacer si lo miramos con agradecimiento. Al mismo tiempo, cuando este mundo pase, quien quedará es el Señor, nuestro verdadero Descanso, no el domingo, pues el domingo está al servicio del Señor. Ese es su sentido.
Dios anima a los fariseos a que no se escondan en preceptos, por muy importantes que sean, para no vivir el fundamental, el que resume toda la ley: amar a Dios con todo el corazón y amar al prójimo como a uno mismo. Si uno ama a Dios con todo el corazón, vivirá con alegría el precepto del sábado o del domingo, y comprenderá su sentido.
Jesús se dirige también a nosotros a través de estas controversias, y nos pide que amemos sinceramente lo que vivimos. Que no seamos cumplidores externos. Y amar sinceramente no es sencillo, porque amar así significa implicarnos con toda nuestra persona en el objeto de nuestro amor, esto es, ponernos a su servicio: “No he venido a ser servido, sino a servir” (Mt 20,28).
Paz y bien
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Fuente: Opus Dei
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