El sacramento de la reconciliación


El evangelio de hoy, describe la desesperación de un hombre paralítico para ser curado por Jesus; tanta que hasta entró por el techo (Marcos 2,1-12). Lo que se juega en este relato evangélico no es tanto si Jesús puede curar o no. Lo importante es si puede perdonar los pecados. Ahí es donde algunos escribas que estaban allí sentados comenzaron a pensar: “¿Por qué habla éste así? Eso es una blasfemia. ¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?” 

Hoy nosotros podemos usar esta historia para contrargumentar: está claro que Jesús podía perdonar los pecados porque Jesús era Dios. Lo que pasa es que sus oyentes no habían dado el salto de fe hasta reconocer la divinidad de Jesús. Nosotros creemos en esa divinidad y por eso podemos encontrar en Jesús el perdón de nuestros pecados y el camino de la salvación, una vez que hemos dejado atrás esas culpas. 

Lo esencial aquí es que Jesús abre los brazos de par en par a los pecadores. Cuánta gente perdura también hoy en una vida equivocada porque no encuentra a nadie dispuesto a mirarlo o mirarla de manera diferente, con los ojos, mejor, con el corazón de Dios, es decir mirarlos con esperanza. Jesús en cambio ve una posibilidad de resurrección incluso en quien ha acumulado muchas elecciones equivocadas. Jesús siempre está allí, con el corazón abierto; abre de par en par esa misericordia que tiene en el corazón; perdona, abraza, entiende, se acerca: ¡así es Jesús!

Todo eso se materializa en la celebración del sacramento de la reconciliación, de la penitencia, en la confesión, que es el momento en el que Dios perdona nuestros pecados.

Nuestro Dios es un Dios Padre que ama y perdona y reconcilia, que siempre nos ofrece nuevos caminos y nuevas esperanzas. Lo que hacemos en el sacramento de la reconciliación no es tanto obtener el perdón de unos pecados concretos, sino celebrar el perdón de Dios que está siempre con nosotros. Siempre. Siempre.

Paz y bien


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Sobre texto de la Audiencia general, 9 de agosto de 2017 y Ciudad Redonda

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