Los nombres escritos en el cielo

En aquel tiempo, los setenta y dos volvieron llenos de gozo y dijeron a Jesús: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu Nombre». El les dijo: «No se alegren, sin embargo, de que los espíritus se les sometan; alégrense más bien de que sus nombres estén escritos en el cielo. En aquel momento Jesús se estremeció de gozo, movido por el Espíritu Santo, y dijo: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido.» (Evangelio según San Lucas 10,17-24.)

Es verdad que el Evangelio de hoy sí se habla de lo pequeño y de lo sencillo y, por supuesto, con toda razón y toda verdad. Pero lo pequeño y lo sencillo significa renunciar al propio nombre, al prestigio, a la soberbia, al propio engrandecimiento y a todo narcisismo. Por eso, el mismo pasaje del Evangelio recuerda: no se alegren de poder domar serpientes o salir inmunes de los peligros. No pensemos que los prodigios que podamos realizar en esta vida sean nuestros (la pobreza extrema también se debe mostrar ahí); «no se alegren, sin embargo, de que los espíritus se les sometan; alégrense más bien de que sus nombres estén escritos en el cielo

Y quizá aquí esté la mayor humildad y pequeñez: en aceptar que mi nombre no lo escribo yo mismo en el cielo, sino el Padre. En darse cuenta de que todo lo grande, lo bueno, lo sabio, e incluso lo sencillo, viene de una misma fuente y no de nosotros mismos. La alegría viene de esa misericordia de Dios de elegirnos, llamarnos, recibirnos, aceptarnos e inscribir nuestros nombres en el cielo. Y a ese enorme privilegio se responde con el trabajo, el desprendimiento total, la paz frente al conflicto, la entrega.

Paz y bien.


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Sobre textos de Carmen Fernández Aguinaco

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