Ocasiones, ocasiones, ocasiones...
Evangelio de Marcos 9, 41-50
Del evangelio de hoy podemos sacar algunas conclusiones prácticas: descubrir todo aquello que para nosotros es ocasión de pecado, y rechazarlo con prontitud, sin dialogar con el diablo, como hizo Jesús. Aunque puedan ser cosas buenas, si no lo son para nosotros. Se nos pide una decisión radical. A la vez, debemos ver las tentaciones como oportunidades que se nos presentan para demostrar nuestro amor a Dios. Tener tentaciones no es malo, lo malo es caer, hacer el mal. Si sabemos aprovecharlas nos pueden dar mucha presencia y unión con Dios. Finalmente, hemos de contar con la ayuda de los ángeles, y muy especialmente con el Ángel Custodio que cada uno tenemos.
Lo cierto es que del pecado hemos hablado muchísimo en la iglesia. Durante siglos. Hasta es posible que tanto se habló de ello que hoy nos hemos pasado a la otra esquina. Es así como solemos funcionar las personas. Durante muchos años, daba la impresión de que el cristiano vivía en una selva llena de pecados que le amenazaban continuamente. Parecía que hasta “sin darse cuenta” uno podía cometer pecados graves. Así fue, por ejemplo, la obligatoriedad de asistir a la misa dominical bajo pena de cometer pecado mortal. Y tantas otras cosas. Se vivía con la sensación de que los pecados se podían llegar a cometer de forma automática, sin pensarlo, sin desearlo incluso.
El pecado no es automático. Por supuesto que no. En el Reino no es así. El verdadero pecado es ir contra el Reino y lo que él conlleva: la fraternidad, la justicia, la solidaridad, la compasión, la misericordia. Pero ahí mismo está comprendida la gran misericordia de Dios para con nuestra debilidad, con nuestras limitaciones, con nuestro carácter. No es fácil saber siempre lo que debemos de hacer en situaciones que a veces son complejas y hasta difíciles de entender.
Lo fundamental para el cristiano no es tanto estar examinándose todos los días sobre lo que hemos hecho mal. Lo importante es confiar en la misericordia de Dios y cada mañana intentar ser esa sal que da gusto a la vida de nuestros hermanos y hermanas, que es fuente de fraternidad y perdón. No hay que cortarse ni la mano ni el pie, ni hay que sacarse el ojo. Se trata de poner nuestra mano, nuestro pie y nuestro ojo al servicio del Reino. Lo central en la vida del cristiano no puede ser el pecado sino el Reino con todo lo que conlleva. Menos culpabilidad (menos mirarnos al ombligo), más confianza, y más poner manos a la obra para construir fraternidad.
En medio de la aridez de la vida, la semilla recibida y que parecia muerta, cobra vida y fuerzas.
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Con textos de Fernando Torres - Imgen: archivos del blog
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