4 de julio de 2010

"Yo los envío como corderos en medio de lobos"


¡Paz y bien!
En aquel tiempo, Jesús designó a otros setenta y dos discípulos y los mandó por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares a donde pensaba ir, y les dijo: “La cosecha es mucha y los trabajadores pocos. Rueguen por tanto, al dueño de la mies que envíe trabajadores a sus campos. Pónganse en camino; Yo los envío como corderos en medio de lobos. No lleven ni dinero, ni morral, ni sandalias y no se detengan a saludar a nadie por el camino. Cuando entren en una casa digan: 'Que la paz reine en esta casa'. Y si allí hay gente amante de la paz, el deseo de paz de ustedes, se cumplirá; si no, no se cumplirá. Quédense en esa casa. Coman y beban de lo que tengan, porque el trabajador tiene derecho a su salario. No anden de casa en casa. En cualquier ciudad donde entren y los reciban, coman lo que les den. Curen a los enfermos que haya y díganles: “Ya se acerca a ustedes el Reino de Dios”. Pero si entran en una ciudad y no los reciben, salgan por las calles y digan: “Hasta el polvo de esta ciudad que se nos ha pegado a los pies nos lo sacudimos, en señal de protesta contra ustedes. De todos modos, sepan que el Reino de Dios está cerca”. Yo les digo que en el día del juicio, Sodoma será tratada con menos rigor que esa ciudad". Los setenta y dos discípulos regresaron llenos de alegría y le dijeron a Jesús: "Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre". El les contestó: "Vi a Satanás caer del cielo como el rayo. A ustedes les he dado poder para aplastar serpientes y escorpiones y para vencer toda la fuerza del enemigo y nada les podrá hacer daño. Pero no se alegren de que los demonios se les someten. Alégrense más bien de que sus nombres están escritos en el cielo". (Lc 10, 1-12. 17-20)
Como “corderos en medio de lobos”, mandó Jesús a los primeros discípulos, 72 en total y en parejas de dos en dos (cf. Lc. 10, 1-20). Los mandó por delante de El “a los pueblos y lugares a donde pensaba ir”. Todos fueron, todos respondieron. Y regresaron de su misión “llenos de alegría”, entusiasmados porque los demonios se les sometían al nombre de Jesús.

Y el Señor les aclara: Es cierto que les di poder “para vencer toda la fuerza del enemigo y nada les podrá hacer daño. Pero no se alegren de que los demonios se les someten. Alégrense, más bien, de que sus nombres están escritos en el Cielo”.

Así como a los 72, Jesús nos envía hoy a nosotros, a todos los que queramos seguirle. Y nos equipa. Y nos instruye. Y nos dice qué hacer y qué decir. Y debemos alegrarnos, porque nuestros nombres están escritos en el Cielo; es decir, nuestro camino de santidad está trazado.

Y ese camino de santidad que nos lleva al Cielo es claro para el cristiano: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. Amar a Dios sobre todas las cosas es la dimensión vertical de nuestra vocación a la santidad. Y amar al prójimo es la dimensión horizontal de la santidad. Ambas líneas forman la cruz del cristiano. No hay la una sin la otra. Y si alguna va primero es el amor a Dios ... o mejor dicho: el Amor de Dios.

Sí. Porque nadie puede amar por sí mismo, pues el amor consiste en que Dios nos ama y con ese amor con que El nos ama, le amamos a El, y ese amor de Dios en nosotros no puede sino desbordarse hacia los demás. Dicho en otras palabras: el Amor viene de Dios (cf. 1 Jn.4, 7-8 y 10). Es decir: no podemos amar por nosotros mismos, sino que Dios nos capacita para amar. Es más: es Dios Quien ama a través de nosotros.

Ahora bien, amar es servir. Amar es dar-se, que no es lo mismo que dar. Amar es dar uno de sí. Dar, sin dar-se, puede ser altruismo o mera filantropía. Pero no es el amor-caridad que viene de Dios amando en nosotros: nosotros amándole a El y El amando a través nuestro.

Amar sirviendo significa poner lo que tenemos -dinero, talento, tiempo, habilidades, capacidades, energías, posesiones, gracias, -todo, al servicio de Dios que es nuestro Dueño y Dueño de “nuestras” cosas ... porque todo nos viene de El.

Y todo eso que tenemos y que en realidad no es nuestro sino de Dios, debe ser usado -es cierto- para nuestra salvación eterna. Todo debe ser usado teniendo en cuenta nuestra vocación de santidad, teniendo en cuenta de que la tierra no es la meta y de que vamos camino al Cielo. Pero no basta sólo nuestra propia salvación, sino que todo debe estar también al servicio de Dios y de los demás. Lo que somos y tenemos debe servir también para el bienestar temporal y eterno de otros.

Todo esto está bien resumido en las llamadas “Obras de misericordia: espirituales y corporales”, obligación de todo cristiano: Dar de comer al hambriento y de beber al sediento. Dar posada al peregrino. Vestir al desnudo. Atender al enfermo. Visitar al preso. Enterrar al muerto. Enseñar al que no sabe. Dar buen consejo al que lo necesita. Corregir al equivocado. Perdonar las ofensas. Consolar al triste. Tolerar pacientemente los defectos del prójimo. Orar a Dios por vivos y difuntos.

Buen programa de acción. No para hacer todo uno solo. No para hacerlo todo a la vez. Más bien para poner a disposición todo lo que Dios nos ha dado para servir cuando se presente el momento ... sin excusas, sin negarnos, sin hacernos esperar, sin miedo ... sin egoísmo.

Porque, al final, seremos juzgados por el amor. Y nuestros nombres quedarán definitivamente escritos en el Cielo, si hemos amado a Dios y hemos estado dispuestos a que El ame en nosotros, al poner todo lo “nuestro” a disposición suya y de los demás.

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