1 de julio de 2010

La revelación de Dios

¡Paz y bien!

Tocando con sus pies desnudo la candente arena, tiene lugar el encuentro de Moisés con el Dios del Horeb: las lenguas de fuego parecen haber abrasado su corazón que arde con la llama celestial, pero sin consumirlo ni aniquilarlo. Desde el fondo del fuego, azotado por el viento huracanado, Moisés escucha una solemne declaración:
Yo soy el Dios de tu padre,
el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob (Ex 3,6)
No se trata de una definición de amor, sino un declaración de sus profundas amistades. El Dios del Horeb no se asemeja ni al halcón, ni al cocodrilo, ni a Ra -dioses de Egipto- sino que es un Dios que guarda fidelidad a sus amados: tiene relación directa con una familia de quienes le han creído.

Dios se auto-describe como: Yo soy el que soy. Se revela, pero al mismo tiempo no puede ser abarcado por el ser humano. Dios se revela soberanamente libre. Muchas interpretaciones ha recibido la revelación divina: ayah asher ayah (en hebreo, Yo soy el que Soy). No se encajona en una definición, pero deja la puerta abierta para que siempre podamos profundizar más y más en su misterio inagotable. Lo importante es que ninguna descripción puede abarcar la totalidad divina.

Dios trasciende el tiempo, pero al mismo tiempo es Señor de la historia. Fiel al pasado, injertado en el presente y constructor del futuro. No es pues, un ente etéreo, ajeno a la temporalidad, sino profundamente comprometido en la historia de los hombres. A este Dios hay que acercarse descalzos, no solo de sandalias, sino del calzado del entendimiento; pues si no puede ser representado por ninguna madera o metal precioso, tampoco es posible encerrarlo en una palabra, imagen mental o concepto, pues los supera a todos infinitamente.

Dios por naturaleza, es indelineable por los pinceles del más fino artista. Trasciende la imaginación de los orfebres y hasta de los más altos conceptos de los teólogos. Por eso, atreverse a reducirlo a una imagen, cualquiera que sea, se osaría limitar la infinitud divina que no puede estatizarse. Dios como el fuego de la zarza del Horeb, no se puede capturar ni encerrar, porque rompe todos los esquemas y los moldes. El Dios reducido a una imagen deja de ser Dios.

Solo quien se ha encendido con el fuego de la zarza, es capaz de adentrarse en el misterio del fulgor divino. Los sabios y prudentes de este mundo son incapaces de internarse en la esencia de este misterio. El único que puede franquear esta frontera es el místico que llega a descubrir que el Nombre divino esta sobre todo otro nombre, pero ningún término o concepto puede expresar lo que ni el ojo vió ni el oído oyó.

Bendiciones...


Fuente: Más allá del desierto, José H. Prado Flores.

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