19 de mayo de 2010

¿Quien resistirá su voz?

¡Paz y bien para todos!

Venía de misa meditando sobre la vergüenza que envuelve a la mayoría de los que participamos de ella, durante los cantos. Lo hacemos generalmente, de una manera tibia, como con miedo de hacer el ridículo, dando demasiada importancia al que está al lado, olvidándonos del momento que vivimos.

Los que alguna vez participamos de un coro o de un ministerio de música, aprendimos que no se canta en la misa, sino que se canta la misa.

El canto de la Palabra de Dios, como los Salmos, Evangelios, Epístolas es el canto de la voz de Dios; de lo que Dios nos ha revelado y vuelve a revelar por el Espíritu todo lo que contiene el depósito de la fe; pero ahora, con una vivencia renovada de aquella verdad y lo hará hasta el final de los tiempos, a través de la profecía y los cantos.

Este canto, al igual que la profecía, implica la fuerza y el poder de la misma Palabra divina que llega a lo íntimo del corazón humano y lo cambia. Por eso se nos ha revelado que la Palabra de Dios es viva, eficaz, más filosa que espada de dos filos, porque penetra en lo más profundo y es capaz de crear, transformar, convertir, vivificar y santificar el interior del hombre.

Todos estamos invitados a cantar para Dios y todos de alguna manera lo hacemos en la Iglesia. No sólo eso, sino que estamos invitados a cantar su Palabra: a ser sus profetas, cantando la Buena Noticia, transmitiendo el mensaje de Dios a los hombres, a responder el llamado de Dios a la evangelización. El ejemplo lo tenemos en los Salmos, libro cantoral por excelencia de la Palabra de Dios. También al profeta Jedutún lo encontramos profetizando al son de la cítara para celebrar y alabar a Yavé (1 Cro 25,3).

Canta el hombre entonces primordialmente para Dios. Canta para alabarlo, por su Sabiduría infinita, por su plan divino de salvación. Canta para proclamarlo su único Dueño y Señor. Su canto es oración de alabanza. El cristiano canta porque cree en su Palabra, porque confía y espera en sus palabras. Su canto es proclamación de fe, es oración de esperanza. Canta para agradecerle el don de su hijo Jesús y el don del Espíritu Santo. Canta para agradecerle su fidelidad, por todo lo que ha hecho, por todo lo que hace y por todo lo que hará. Hemos comenzado a vivir la vida eterna y por eso le cantamos agradecidos y le alabamos.

¿Que experimenta entonces nuestra alma después de entrar en el regocijo de la alabanza y la acción de gracias? Las compuertas del cielo parecen abrirse y se da una verdadera lluvia de gracias: dones, frutos y carismas que embellecen esta unión íntima con el Señor de la Vida. Así como en medio de los cánticos y alabanzas de Israel, Dios se manifestó en medio de ellos, del mismo modo lo sigue haciendo hoy a través de la acción del Espíritu Santo y sus dones, frutos y carismas que edifican y santifican la asamblea en una unión íntima.

Más aún, la morada que el escoge es el corazón del hombre que ama, confía, cree y tiene hambre y sed de Dios porque quiere permanecer todos los días de su vida junto a Dios, junto a las fuentes de agua viva y crecer a su vera como árbol frondoso cargado de frutos (Jr 17, 7-8).

Bendiciones!

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